Y era como si el día empezara en los tacones cumpliendo su trabajo, como la sangre, en las bicicletas y sus propias leyes, en los chirridos de los autobuses con su piel de paquidermo. Y de tanto en tanto, de puerta en puerta, aquella casa despertaba de su noche metálica, de su poca luz. Las ventanas, abiertas como ojos (como sombras de ojo hambriento), levantaban ese polvo de hierro, esa parte inconclusa de tiempo que flota como comida de peces. Las camas, siempre flacas, y ese olor a juventud de hijos varones, eyaculación y sudor. Y el piso, mordido por las hormigas, que se llevaban la casa en peso, guardándola detrás de la pared, allí vívían cientos miles, como pólvora como semillas. La escalera, muerta como un árbol sin agua, y sus 7 escalones, hogar de la sombra verde siempre verde. El pan de ayer y la poca dignidad de la nevera, mezquinando sus horarios y expiraciones en sus costillas rectangulares, ahogada en sus gases de vinagre en su sangre de lodo en su faro interno vicioso incapaz. La solemnidad del hormigón. Y desde la otra cera, se podía ver, la partida indolente del bienestar.
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