El tiempo me ha enseñado que la única forma de avanzar en la vida es mirando siempre adelante. Yo lo hago todo el tiempo.
Tengo 17 años y la vida hecha mierda.
Llego a casa, subo corriendo a la cuarta planta, no enciendo las luces porque me gusta pensar que estoy en un túnel a ninguna parte.
Me abre una señora que mi madre ha contratado para que nos cocine. Mi hermano la odia, pues dice que compra las verduras en mal estado, todo con tal de ahorrarse unos centavos y dárselo al alcohólico de su marido. No tengo certeza de esto, pero me consta que la mujer es extraña. Redonda, con una panza que le da un aspecto de pájaro.
Entro en la habitación, mi hermano no está, así que puedo dormir tranquilo. He decidido no estudiar más y espero sólo un golpe de suerte que me saque de este barrio de mierda, repleto de putas y ladrones. Así que me tumbo a pensar. Pienso, no hago sino pensar, ¿qué más puedes hacer cuando no tienes ninguna posibilidad de salir de aquí?
Lo llaman, me dice la mujer redonda. Quién. No lo sé. ¿Qué le digo? Dígale que suba. O no, mejor dígale que yo bajo.
Nos encontramos en el portal. Lleva una minifalda, los labios intensamente rojos.
¿Así que aquí vives? ¿Y cómo lo supiste? Mi hermana vive al frente, y me lo contó un día que hablábamos de ti. ¿Dónde dejas a tu niña cuando vas a trabajar? En casa de mi hermana. ¿Ella lo sabe? No he venido a hablar de mi trabajo, he venido a darte un beso, tontito. Me besa, la beso y le cojo las nalgas. ¿Tienes novio? Sí, pero ahora tengo dos. A mi padre le preocupa que ande con putas. A mí también.
Vuelvo a la habitación. Duermo durante tres horas seguidas. Atardece, los perros ladran a las gallinas, las viejas dejan de estar asomadas en las ventanas. Mis vecinas se bañan desnudas en el patio y yo las miro, hasta que se dan cuenta y gritan. Así atardece aquí.
La mujer redonda se ha ido. Llaman a la puerta. Es Marcelo. Lleva una camiseta del Magical Mistery Tour, vaquero negro, botas negras. Nunca he sido muy observador ni el muy expresivo, pero parece contento.
No hay nada que hacer, así que damos una vuelta al barrio. Este lugar siempre me ha generado un sentimiento primitivo. El barrio hoy tiene un aspecto desolador, parece que estuviera en carne viva, como si alguien hubiera pasado un cepillo de hierro por sus calles.
Llamamos por teléfono desde la tienda de la esquina, y nos dice la Negra que hay un concierto este viernes, así que hacemos planes.
Cruzamos el mercado, que a estas horas siempre tiene un olor miserable. Los indios están recogiendo lo último que les queda. Sólo están abiertas las carnicerías, esperando vender lunpoco de carne en mal estado. Los perros también esperan. Todo está lleno de lodo. Piso mierda.
Recuerdo que hace algunos años mi hermano quemó nuestra habitación. Todo quedó bellamente carbonizado. Algunas veces recuerdo esta imagen. Hay cosas en la vida que me llevan a este recuerdo. Este lugar me recuerda aquella habitación.
Tomamos el bus, que siempre tiene un aspecto lúgubre a estas horas. Ya casi no hay vendedores a estas horas, sino más bien gente extraña: vigilantes nocturnos, mujeres y hombres con familiares enfermos, y gente que se mueve por la ciudad sin ningún destino desde hace años. Estas gentes son las únicas reales en esta ciudad donde todos forman parte de una guerra que es mejor empezar a olvidar.
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