viernes, marzo 09, 2007

“ENCUENTROS CON HOMBRES NOTABLES”

Tras dos días de cálida ilusión a principios de marzo, un frío intenso y coherente protagonizó todo el día de ayer, siendo especialmente desagradable el viento casi huracanado de la tarde. En el madrileño parque del Retiro desalojaron al público para evitar posibles tragedias derivadas de árboles (que no ángeles) caídos.
A eso de las 18:30, de camino a casa, decidí entrar un local cercano en el que conviven cafetería (especializada en zumos naturales y batidos) y frutería. El caso es que necesitaba algunas verduras para la cena. No había nadie en la parte de la tienda, por lo que me acerque a la sala de la cafetería para llamar la atención. Una empleada se entretenía detrás de la barra con alguna tarea mientras que el otro empleado suministraba unas pastillas a un cliente ya sentado y servido. Esperando mi turno, no pude evitar adentrarme como oyente en la conversación de éstos últimos. El empleado comentaba que, de las pastillas que tenía en mano, unas eran apropiadas para el dolor de cabeza y las otras, menos agresivas, se recomendaban en el caso de estados carenciales del organismo y cansancio generalizado. El cliente se froto la frente con las dos manos y exclamó: “¡pero si a mi no me duele la cabeza! ¡lo que tengo es desesperación existencial!”, ante lo cual no pude evitar esbozar una sonrisa cómplice. Pensé en la Náusea de Sartre, en Freud y su malestar en la cultura, incluso en Nietzsche. Pero finalmente cité en voz alta a Kierkegaard, quien definía la angustia como el miedo a lo posible. De súbito, el cliente fijo su atención en mi, me preguntó a qué me dedicaba, si me interesaba la filosofía y me invitó a un café. Oportuno café filosófico que acepté gustoso. El cliente, un hombre afable y de mirada inteligente, me explicó que llevaba un día terrible, saturado de eventos sociales, y que para colmo aún le quedaba soportar una charla soporífera sobre energía que ya conocía de memoria y una cena como colofón. De ahí lo de su desesperación vital. Tan sólo disponía de diez minutos antes de la charla, que hilamos con rapidez mediante una conversación basada en la confianza mutua. Y es por esto que me pareció un hombre notable. No por su experiencia, ni por su profesión, ni por su status. No por invitarme a un café o por conocer a Kierkegaard o por escribir cada semana en un conocido diario... Sino por su desprendimiento de las clásicas exigencias del guión, por su abolición de los roles superficiales que solemos adoptar con desconocidos, por su confianza y, sobre todo, por su ruptura con la temporalidad generacional que nos distanciaba. Dijo llamarse Antonio y tener 122 años.

Alvaro Paños (invitado especial)

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